Hace unos días leí este titular en un periódico digital, siento no poder citar el medio porque en el momento no le hice mucho caso. Pero una frase tan contundente ha seguido resonando en mi cabeza hasta hoy… Leo a diario titulares como ese: «Ocho maneras de asegurar el éxito de tu hij@ en los estudios», «Cinco juegos Montessori para mejorar la inteligencia de tu hijo», «El colecho hace niños más independientes y felices»…

Soy psicóloga y coach educativo, doy formación a familias que buscan respuestas para mejorar la forma de crianza con sus hijos e hijas. Acuden a mí madres y padres que sólo quieren lo mejor para sus peques. Procuran informarse a través de múltiples publicaciones o formaciones que les nutre de datos muy útiles para convertirse en su mejor versión. Que hay un tendencia innata en el ser humano de querer superarse y ser mejor es un hecho, y en lo que rodea a la maternidad y paternidad se manifiesta claramente.

Yo también soy madre y en las conversaciones habituales de la puerta de cole, hace unas semanas, una mamá supo a qué me dedicaba, muy linda me dijo: «qué suerte tiene tu hija, con todo lo que debes de saber seguro que eres una mamá genial». En lugar de sentirme halagada por el comentario, el peso del universo entero se poso sobre mis hombros. Con todo lo que sé… ¿de verdad sé tanto?, ¿soy una mamá genial?, ¿mi hija tiene suerte? Como respuesta, lo único que vino a mi cabeza fue el comentario desafortunado de un profesor de la universidad que nos contó, con el mayor sarcasmo del mundo, que entre los hijos de psicólogos y psicólogas había un mayor indice de suicidios y desordenes mentales varios. Y si en la pareja, ambos lo eran, el índice aumentaba dramáticamente. Nos explicó que conocer el funcionamiento de la conducta humana nos convertía en potenciales Doctor Skinner, psicólogo conductista de los 50, el cual muy convencido de sus teorías puso a prueba sus estudios sobre el aprendizaje humano con su hija Deborah. La crió en una «baby box» donde podía controlar la temperatura, la  humedad, e incluso el número de contactos afectivos con ella bajo diferentes contingencias, con el objetivo de favorecer su estabilidad vital y emocional. Sabemos que su hija creció y no se suicidó y según su declaración en Guardian Unlimited años después, no parece estar traumatizada. Lo que sí es cierto es que aquel experimento con su hija trajo consigo muchas críticas en el ámbito profesional de la época, sobre todo de aquellos que no comulgaban con sus teorías conductistas.

Por otro lado, hace un par de años le expliqué a mi madre, que ha criado y educado cuatro hijas entre las décadas 70 y 90, qué es lo que le estaba sucediendo al cerebro de mi hija ante un «berrinche» tipo durante una reunión familiar. La amígdala aún inmadura por la edad se había hecho con el control de sus emociones, sin que su neocortex pudiera poner una pizca de serenidad ante el hecho de que su prima le hubiera quitado su cuento favorito. Que lo que necesitaba era tranquilidad y apoyo ante ese malestar y no que la ignoráramos o castigáramos por ello. Después de este resumen, que es bastante más fácil de contar que de llevar a cabo, mi madre se sintió apenada por no haber sabido todo esto y poder haber respetado nuestras «adoslescencias» como necesitábamos, en lugar de tener en mente, la antigua filosofía de crianza de «no dejes que te tome la medida con unos lloros».

Con estas anécdotas personales en la cabeza, llego a la conclusión de que la que suscribe y coetáneos somos una generación de padres y madres curiosa y muy diferente de las que nos han precedido. Tenemos a nuestro alcance todas las teorías del mundo sobre crianza y cada estudio actualizado sobre ellas gracias a Internet. En los últimos diez años ha habido una verdadera revolución sobre neuroaprendizaje gracias a los avances tecnológicos, que nos han permitido conocer cómo funciona nuestro cerebro. Se están divulgando (por fin) las teorías de aprendizaje y educación de María Montessori, Emmi Pikler o Reggio Emilia… Y todo esto es un lujo tenerlo a nuestro alcance, pero me surge la duda de, si esto también convierte a toda una generación de padres y madres en potenciales Dr. Skinner. Por suerte para nosotros y nosotras estas teorías sobre educación emergentes, son más respetuosas que aquel conductismo salvaje de los años 50. Pero haciendo un poco de autocrítica me planteo si en ocasiones, no perdemos un poco de espontaneidad en la crianza y nos situamos en un plano más mental y teórico, en lugar que en el instintivo y natural a la hora de criar a nuestros hijos e hijas, tal y como auguraba mi sarcástico profesor.

Como dijo un sabio, todo es cuestión de sentido común. A la conclusión a la que he llegado, después de compartir experiencias en distintas formaciones con otros padres y madres, es que somos muy afortunados por tener al alcance toda esta información, que nos facilita la toma de decisiones en la educación desde la parte más teórica o mental. Pero tampoco podemos dejar de lado esa parte natural e instintiva que corresponde a algo más grande y ancestral, que no puede ser sustituida por las teorías de ningún gurú de la educación, por muchos libros que haya escrito. Cada uno de nuestros peques es diferente a todos los demás y  aunque sea muy útil y necesario conocer la generalidad, lo primero que debemos escuchar es lo que necesitan nuestros hijos e hijas y seguir nuestra propia hoja de ruta familiar. Las teorías son muy fáciles de leer pero no siempre sencillas de aplicar, por esto no culparnos de no seguir todas las recomendaciones debería ser el primer consejo. No nos volvamos locos, ¿saber más nos hace mejores padres y madres?, sí, siempre y cuando no perdamos el norte, escuchemos las necesidades de nuestros hijos e hijas y las nuestras como familia.

¿Y tú? ¿Cuál es tu forma de educar?